23 de septiembre de 2010

23 de septiembre de 2010: Crónica intempestiva de un viaje (III). Prenzlauer Berg

Durante el viaje por Alemania y Polonia me esforcé, por vez primera y espero que única en mi vida, en llevar un cuaderno de viaje. Ahora, un mes después, cuando ya ha perdido su supuesta inmediatez, una falsa inmediatez porque la estilización literaria ya es una mediación siempre posterior de forma que la presunta proximidad resula ser así poco más que un pacto tácito entre autor y lector o -peor- una impostura del primero, es un buen momento para recoger las notas, corregirlas, por supuesto, y ahondar, si cabe, en el examen de la pulsión totalitaria.

El cuaderno, escrito con diversos bolígrafos y en cuartillas de diferente tamaño, textura, color y dibujo, comienza el 24 de julio de 2010.

"Todo lo más tres horas de sueño antes de salir hacia el aeropuerto. Cuando hay que poner en marcha un dispositivo familiar, en su más amplio pero también en su más literal sentido, las enumeraciones, comprobaciones y operaciones diversas de intendencia parecen no concluir jamás: tarjetas (de crédito, de identidad) y documentos varios (sanitarios, copias de pasajes, billetes, reservas, localizaciones geográficas...) botiquines, provisiones, ropa para cualquier eventualidad previsible o posible, lecturas, música, gadgets electrónicos para matar el tiempo, teléfonos móviles, llaves... Un conglomerado variopinto de objetos y acciones que hay que ordenar, acumular y repasar encaminados a disminuir lo únicamente inaceptable cuando tienes hijos a tu cargo: el riesgo.

El vuelo sale con otras tres horas de retraso. Salida prevista con Easy Jet (la única compañía de Low Cost con más de diez años de antigüedad que no ha tenido aun ningún accidente mortal, elemento a tener en cuenta si uno tiene miedo a volar, como es el caso) a las 10:10. Salida final: 12:45. Pasadas las tres llegamos a Berlin Schönefeld (base de la compañía). No es el memorable y literario Berlin Tempelhof pero estamos, por fin, en la capital de mi mundo y sus afueras han sido, como esperaba, remedos no demasiado lejanos de mis imaginarios recuerdos de Prusia: lagos, riachuelos y bosques tupidos.

A la salida de la terminal el cielo sobre la ciudad está encapotado y la temperatura es fresca pero la excitación nos evita percibir su efecto real. Será más tarde, cuando recorramos la Schönhauser Allee en busca de la Senefelderplatz, punto de referencia para localizar la calle donde está el apartamento, cuando notaremos la diferencia entre el septentrional Berlin y la meridional Barcelona en julio.

Tomamos el mítico S-Bahn con destino a la también legendaria Alexanderplatz, o eso creíamos tras el rápido vistazo a los colores del mapa de transporte, y media hora después nos encontrábamos en la inesperada parada de Landsberger Allee: habíamos cogido una línea de S-Bahn que no era la que tocaba. O no nos habíamos bajado donde correspondía. El cansancio y las maletas pesaban demasiado ya como para prestar mucha atención a las vastas y antiguas estaciones, los raíles viejos y oxidados, los añejos pasos elevados y los herrumbrosos edificios de decenas de años que se arremolinaban en torno a las vías en algunos lugares y, sobre todo, a la línea del Este que, paralela y más estrecha, aparecía y desaparecía de nuestra vista recordando los viejos lemas acerca de la expansión hacia las tierras eslavas, el Lebensraum y toda la retórica pangermanista prehitleriana. Seguro que tiene y tuvo otro sentido. Uno más económico, espiritual, religioso, cultural si se quiere. Sin embargo, no cabe olvidar como acabó la empresa expansiva y para qué servían las líneas férreas de ancho oriental...

Por fin, tras un rodeo y un inesperado autobús, la parada de Schönhauser Allee estaba en obras, aparecimos pasadas las cuatro y media por Senefelderplatz y cinco minutos después subíamos los cuatro pisos sin ascensor de nuestro destino arrastrando las maletas por una moqueta de inequívoco aroma escocés: tenía una textura y un color muy parecido a la que cubría la escalera de la casa de Ricardo en Saint Andrews. Dejamos las maletas en el salón del apartamento, abrimos las ventanas lo justo para disfrutar de la altura de los cerezos y los edificios de estilo bismarckiano de la acera de enfrente unos segundos y salimos a la búsqueda de un supermercado para comprar abastecimientos varios y responder a las nuevas exigencias de mantenimiento (jabón, suavizante, estropajo...) que acontecen con cada llegada a un nuevo emplazamiento.

Por fin, a las siete, exhaustos, pudimos dedicar un rato a pasear por las calles adyacentes de Prenzlauer Berg, barrio de moda en Berlin desde hace unos años y preferido tanto por las clases medias de productores culturales como por aquellos "alternativos" que han abandonado el mercantilizado Kreuzberg para encontrar en el Este, en sus barrios mal adoquinados, de calles insuficientemente anchas para permitir un tráfico intenso, fluido y veloz, en sus múltiples y descuidados parques, generalmente de no más de una manzana de superficie, en sus edificios de principios de siglo, (las Mietskasernen) la oportunidad de alejarse esporádicamente del delirio mercantilista.

Lo mejor del breve paseo por las proximidades: la luz mortecina y amarillenta de las escasas farolas de la extinta DDR que a duras penas iluminan las calles y avenidas y el escaso tráfico. Y junto a ese fragmento de tiempo desplazado, ese pedazo de siglo XX, las inevitables consecuencias de las formas de vida y costumbres en entornos más o menos lejanos del propio: las ventanas sin persianas, las remozadas, o no, Mietskasernen con sus portalones que flanquean los zaguanes que dan acceso a los patios interiores de los bloques de apartamentos donde se aparcan las bicicletas, se llenan los contenedores, crecen castaños y robles y trepan hiedras por las fachadas interiores; el sordo murmullo de los ciclistas; la esporádica aparición ruidosa del tranvía; las terrazas de bares, cafés y restaurantes dispuestas sin orden ni concierto en cualquier lugar- por exagerada que sea la pendiente de la acera-; y las voces suaves jugando con el idioma de Goethe y Hegel en el distendido ambiente del sábado al anochecer en una zona de moderada y calma actividad nocturna."

Sólo añadir que aquella noche no oímos, efectivamente, ruidos en la calle. Hacía fresco, cerramos las ventanas y nos dormimos pronto tras una partida de cartas, oir algo de música y una breve lectura. Pero una semana después, con calor y las ventanas abiertas, pese a que nuestra calle seguía más o menos tranquila en la cercana Schönhauser Allee los grupos de jóvenes ebrios de cerveza montaban sus particulares jaleos en el idioma de Goethe y Hegel con la misma furia que en Barcelona los jóvenes catalanes lo hacen en la lengua de Llull y Espriu y supongo que, asimismo, destrozándola.