Con todo, los reproches que puedan, y deban, hacérsele a Solzhenitsyn no empañan la grandeza de la empresa que acomete
Archipiélago Gulag. Resulta difícil, pese a todo, no atribuir sus deficiencias al exceso constitutivo que supone el horror estalinista o, para el autor, el terror bolchevique en su conjunto como núcleo del texsto. Puede, y debe, hacerse responsable de sus excesos a ese exceso inabsorbible del que intenta dar testimonio. ¿Quién, encarado con la experiencia del Gulag, no se hubiera dejado dominar por el exceso? Y aunque se puede oponer a Solzhenitsyn la mesura y el equilibrio de quienes como Levi o Kertesz padecieron la experiencia del Holocausto y en sus obras no cedieron al delirio báquico, no por ello resulta menos injustificable su escritura rendida a la desmesura. Quien esté libre de Gulag que tire la primera piedra...
¿Cómo no claudicar cuando los crímenes del totalitarismo bolchevique desbordan nuestros recursos digestivos? ¿Cómo no rendirse y dejarse llevar por el exceso cuando la crueldad y el crimen desbordan la medida humana?
El mismo autor se apercibe de este exceso pero es que siempre encuentra un quiebro ulterior por donde el sufrimiento se acrecienta, profundiza o refina un poco más.
"Observo ahora que estoy a punto de empezar a repetirme, que se me
hará tedioso escribir y que tedioso será leer, puesto que el lector
sabe ya lo que viene a continuación: que ahora los llevarán en
camiones a centenares de kilómetros y después les harán cubrir a
pie unas decenas más. Que allí inaugurarán un nuevo campo y que
empezarán a trabajar desde el primer momento. Que comerán pescado y
harina sazonados con nieve. Que dormirán en tiendas.
Cierto, eso fue lo que ocurrió. Pero antes, los
primeros días, los instalarán en Magadán, en unas tiendas de
campaña. Allí los comisionarán, es decir, los examinarán
desnudos, y por el estado de su trasero determinarán su capacidad
para el trabajo (a todos los declararán aptos).
Además, como es natural, los llevarán al baño y les ordenarán que
dejen en el vestíbulo sus abrigos de cuero, sus pellizas forradas,
sus jerseys de lana, sus trajes de paño fino, sus capas caucásicas,
sus botas de cuero y de fieltro (pues no se trataba de unos
ignorantes campesinos, sino de la cúpula del partido: directores de
periódico, de fábricas y consorcios estatales, funcionarios de
comités regionales, profesores de economía política, gente toda
ella que a principios de los años treinta sabía apreciar las buenas
prendas). «¿Y quién va a estar aquí vigilando?», preguntarán
escépticos los recién llegados. «¿Y quién va a querer estas
cosas?», responderá el personal del baño fingiendo ofensa. «Entrad
y lavaos con toda tranquilidad.» Y ellos entrarán. Y saldrán por
otra puerta, donde les darán unos pantalones y unas camisetas de
algodón ennegrecidas, chaquetas guateadas sin bolsillos —modelo
campo penitenciario— y unas botas de piel de cerdo. (¡Oh, no es un
detalle insignificante! Eso es tanto como decir adiós a la vida
anterior, a los títulos, a los cargos, a la soberbia.) «¿Y
nuestras cosas?», exclamarán.
«¡Vuestras
cosas se quedaron en casa!», les
rugirá cualquier jefe. «¡En el campo ya no habrá nada
vuestro!
¡Aquí en el campo hay comunismo! ¡Los
de delante, en marcha!»
Si de comunismo se trataba, ¿qué podían ellos objetar? Al
comunismo habían consagrado su vida..." (p676)
No hay consuelo, levedad o ironía que apacigue la gravedad del sufrimiento del cual el cronista quiere ser fiel transmisor. Por ello no hay tregua, límite, contención. Por ello el exceso todo lo domina.