19 de diciembre de 2012

La lectura de Salvatore Quasimodo



Tras Saint-John Perse le tocó el turno, hace ya semanas, a Salvatore Quasimodo. Fue una buena compañía durante las insoportable semanas preelectorales en Catalunya y en su momento quise escribir unas breves notas. Sin embargo, la fuerza de la sucesión de acontecimientos que la actualidad encadenó hicieron que las pospusiera. Ahora, cuando el panorama que se ofrece aclara su evidente oscuridad momentáneamente y parece que podemos tomarnos una tregua de unos pocos días, es momento de dar cuenta siquiera brevemente de la experiencia para no olvidarla.

Como en el caso del diplomático francés, el hermetismo de buena parte de su producción poética siempre me ha producido ambivalencia. Uno lo leyó de joven sin particular entusiasmo pero con la edad, como en tantos otros casos, la espina del juicio rápido y apresurado acabó por infectarse y decidí volver sobre él. Al menos en esta ocasión su hermetismo no me provocó disgusto sino que disfruté pues no se trata de esa variante oscurantista que resulta de una mala digestión del surrealismo consistente en amontonar adjetivos y emparejarlos de la manera más absurda posible para producir una "experiencia sensorial singular" - ese hábito que ha infestado buena parte de la poesía española que uno estaría tentado de calificar como "mala", aunque sabe que no es así en absoluto, de las últimas décadas y que le alejó durante muchos años de la poesía, sino que se trata de un programa consistente aunque sea estéticamente restrictivo para la educación de uno.

Pese a que mi ya oxidado italiano y las dificultades inherentes al modelo me hicieron abandonar, sin haber llegado a la mitad, la edición italiana de sus Poesías Completas adquirida este verano, lo compensé inmediatamente con la lectura de una antología traducida por Carlo Frabetti que me permitió descubrir que sus poemas más declarativos y comprensibles, casi narrativos, como los "epígrafes", "por los partisanos de Valenza" o "por los caídos de Marzabotto", muestran que ceder a la inteligibilidad no le era difícil y que se movía en ese terreno con la misma soltura que en el más esotérico.

Lástima, para las torcidas apetencias de uno, que no lo cultivara con más ahínco.