21 de abril de 2014

Gabriel García Márquez



La muerte, esta semana, de Gabriel García Márquez (1927-2014), era esperada desde hacía tiempo. No puede uno decir que haya derramado lágrimas como algunos, bastantes de hecho a tenor de las manifestaciones públicas de las que he tenido noticia, porque ya hace muchos años que conocía su enfermedad y muchos más que, pese a estar incorporado al canon subjetivo, no le seguía ni le releía con la salvedad, excepcional, de la lectura en Saint Andrews, en la biblioteca de Ricardo, de El general en su laberinto, más de quince años después de su publicación. Aquel libro me impresionó y me resarció de la decepción que supuso en su momento la ansiada El amor en los tiempos del cólera, hasta el punto que aquel mismo verano, unos días después, hurgando de nuevo entre sus pilas de libros en busca de lecturas, encontré Noticia de un secuestro y no dudé en cogerlo y leerlo en pocas horas aunque no me pareciera una obra extraordinaria: fue un destello fugaz que trajo recuerdos y una nota que publiqué tiempo después por aquí con un par de frases del colombiano pero poco más. Casi treinta años en los cuales García Márquez se fue borrando de mi mente tanto como presente había estado entre 1980 y 1985 cuando de su mano entré en la novela, salí de la poesía y, en parte, me decanté por la Filosofía.

Mi primer recuerdo de García Márquez data, creo,del año 80. Nuestro profesor de Latín, Manuel Romero, al que apodábamos Manolus, a la par que las declinaciones nos enseñaba la pasión por el lenguaje, más exactamente, por las palabras y los idiomas, sobre todo por el castellano y el latín, y por extensión por la literatura universal. De su mano, por ejemplo, uno leyó El retrato del artista adolescente o Campos de Castilla en los primeros meses del Tercero de BUP cuando hasta entonces se había limitado a leer los clásicos de lectura obligatoria de la literatura castellana y, por placer, únicamente ciencia ficción y cómics. Aquel año, mientras que en Literatura nos conformábamos con copiar apuntes dictados y luego memorizarlos para el examen y a leer en diagonal Los pazos de Ulloa o Peñas arriba sin la menor atención ni gusto, en la asignatura de Latín realmente aprendíamos algo sobre la literatura. Un día de diciembre, tras un examen la semana anterior, Manuel nos propuso una clase "relajada". Abrió su sempiterno El País y empezó a leer un artículo de Gabriel García Márquez. Se titulaba "El cuento de los generales que se creyeron su propio cuento". La memoria me es absolutamente infiel más allá de aquí. Sólo me viene a la mente la vaga sensación de que habló acerca de su maestría en la estructuración del texto y la riqueza de su prosa y que, a partir de entonces, dedicamos cada semana unos minutos al inicio de la clase a comentar las piezas que publicaba en el diario madrileño. Fue una costumbre que duró un par de meses hasta que nuestro escaso seguimiento le disuadió de seguir por aquella vía. Pero para uno entonces ya había empezado a respetar la costumbre de gastar la mayor parte de los escasos fondos de la paga semanal de que uno disponía en el periódico.

El paso definitivo de la "Baja Literatura" a los arrabales de la "Alta Literatura" se produjo poco después. Hacia mayo, o junio tal vez, leí Cien años de soledad. Tardes de calor y humedad suministrados a partes iguales por el clima y la novela con la música de ¡AC/DC! de trasfondo. Fue una experiencia tan impactante que bajo los efectos de aquella prosa torrencial, hermosa, hipnótica y excesiva, leí El otoño del patriarca, El coronel no tiene quien le escriba y La hojarasca, seguidamente. Fue un mes consagrado al colombiano que me marcó: descubrí la pasión por la forma y cómo el estilo podía llegar a ser un auténtico fin en sí mismo. Aquel verano dejé de escribir poemas y cuentos de trama y pasé a concebir novelas y cuentos en los cuales la palabra era el principio, el medio y el fin. Si Isaac Asimov había alumbrado el deseo de escribir con sus recopilaciones de relatos, García Márquez fue el responsable de que la escritura se trocara en deseo de escribir "literatura". Si el primero me enseñó la importancia de lo que se quería decir, el segundo mostró que el "cómo" era tan relevante para la literatura como el "qué". Mas aquel regalo se reveló envenenado. Sí, escribí relatos e inicié dos o tres novelas pero eran copias muy deficientes de aquel nuevo modelo. Al iniciarse el nuevo año académico, el del COU, a las pocas semanas de iniciarse le presenté al profesor de Latín los dos cuentos que juzgaba mejores de la cosecha de aquel verano. Me los devolvió al día siguiente repletos de anotaciones: estructuras sintácticas barrocas y repetitivas, adjetivos que sobraban, frases tan largas que, al final, uno acababa por perder el sujeto... La crítica fue tan demoledora que mi actividad literaria cesó bruscamente: aunque era evidente que sus observaciones eran, por decirlo suavemente, "ajustadas", ni mi orgullo ni mis limitaciones me permitían cambiar la manera de narrar tan inspirada y cercana - o eso creía - al colombiano, así que quedé bloqueado. No ayudó que, poco tiempo después, el escritor Francisco Candel, que hacía algún tiempo se había ofrecido amablemente a leer los cuentos y poemas que le enviara, afirmara en una larga carta que tuvo la santa paciencia de tomarse el tiempo de redactar que los poemas eran "interesantes" (un juicio muy delicado) pero que los cuentos eran demasiado recargados y "precisaban bastante trabajo de pulido".

No volví a escribir ningún relato nunca más. Tardé más de quince años en volver a escribir poesía con una profunda alergia al adjetivo y casi veinte en empezar una novela que tardé más de diez años en concluir. Escribí, eso sí, muchos textos de carácter filosófico. La Filosofía no hubo de mantener una intensa batalla con la literatura para imponerse: cuando llegó no encontró resistencia alguna. García Márquez no tuvo la culpa, por supuesto, pero su escritura fue tan decisiva, me dominó de tal manera que hizo imposible la mía durante muchos años. Con todo, me ahorró cientos o quizá miles de páginas ridículas y eso es de agradecer. Las que han venido en los últimos años serán mejores o peores pero al menos no son lamentables copias.