17 de junio de 2014

"Otro" viaje a Italia (XII): la ilusión de lo universal


 22 de julio de 2012. Segunda parte.

Dedicamos la tarde a nuevos paseos por la zona de los Uffizi y la compra de la Guía. Finalmente, optamos por una barata y poco erudita con la cual esperamos orientarnos y dirigir nuestras excursiones a la búsqueda de esa belleza tan elusiva que ni siquiera se deja subsumir en el concepto de "obra de arte". Más provechoso resulta hallar una barata edición de segunda mano de la poesía completa de Salvatore Quasimodo.

Al anochecer, sorprendidos por la mortecina iluminación exterior del gran museo florentino, desembocamos en la Piazza dei Signori y nos encontramos en medio de un concierto que está siendo presentado: una filarmónica local interpreta piezas de un compositor holandés para nosotros absolutamente desconocido. Al amparo de la bellísima estatua del Perseo de Cellini, sentados en la bancada de piedra a sus pies, durante más de una hora disfrutamos de un auténtico retorno a ese mundo de la República de las Artes anticipado por la mañana aunque ni las composiciones del holandés ni su ejecución resulten, en realidad, tan excelentes como nos empeñamos en considerarlas. Es difícil para uno no sucumbir a la ilusión de la universalidad, de la comunidad humana, a esa creencia imprudente en que existen valores comunes a todo el género humano algunos de los cuales, los estéticos, se dejan aprecian tan fácilmente en la música y se expanden en un contexto arquitectónico y estatuario como el que nos rodea. ¿Quién mirando a Perseo con la cabeza de Medusa mientras la sección de cuerda recorre una melodía agradable no pensaría que entre Perseo, Cellini y nosotros no hay algo que supera la distancia histórica?


Durante el intermedio dejamos la piazza para volver tranquilamente al apartamento. Todavía hay que comprar alguna cosa para la cena. Ya es de noche pero hay algunos establecimientos todavía abiertos. Compramos algo de pan y tomates para acompañar la ensalada prevista y, al enfilar los últimos tramos de la calle, volvimos a escuchar más música esta sí reconocible como perteneciente o a Haydn o a Mozart: procedía del claustro de la Iglesia de Santa Maria Maddalena di Pazzi, que hasta aquel entonces nos había pasado completamente desapercibida pese a estar a cuatro pasos de casa. Entramos. Un cuarteto de cuerda desgranaba en plena noche aquellas notas que nos resultaban conocidas aunque no acabáramos de precisar con exactitud su autoría. Poco público, apenas media docena de asistentes pero la impresión de la mezcla entre la música, la noche y la quietud del escenario, nos volvió a hacer sentir como miembros de pleno derecho, y habitantes, de una real República de las Artes que cobraba existencia real en el casco antiguo de Firenze.

Casi a medianoche, en el piso, al abrir las ventanas para refrescar las estancias, el ruido de las motos y los coches de la cercana avenida nos recordó en qué otra república vivimos.