28 de octubre de 2014

A propósito de Žižek y la izquierda


El otro día, uno dejó por aquí un fragmento de la entrevista que el filósofo esloveno Slavoj Žižek había concedido a El Cultural. El texto contenía una crítica al "mantra" de la acción local que ha presidido las últimas décadas de la mayoría de los nuevos programas de transformación social postmarxistas. David Vázquez, me comenta al respecto: "se ha demostrado que con una ideología común (global si se prefiere), pero revoluciones locales los cambios son posibles. Esto es, aunque uno sepa cómo funciona el sistema, intentar corregir y cambiar el entorno de uno y que estos se propaguen hasta alcanzar el resto". Su correo acaba pidiéndome mi opinión al respecto, lo cual siempre resulta halagador. Y como la vanidad está lejos de haber desaparecido con la edad, aunque se haya mitigado, pues a ello vamos aunque esté lejos de haber elaborado lo suficientemente un juicio argumentado.

Partiendo de la irresolubilidad de la tensión entre lo general y lo individual, entre universalidad y singularidad, una tensión que, empíricamente, no puede ser resuelta de una vez por todas, la historia nos ha mostrado suficientes ejemplos de qué sucede cuando se opta por privilegiar uno de los polos en detrimento del otro, ni superada hegelianamente en el ámbito teórico, como nos enseña la historia del pensamiento en donde esta dilemática está presente de cabo a rabo más allá de cambios de denominación y desplazamientos conceptuales y persiste, obstinada, en exhibirse, la afirmación de Žižek no debe ser tomada unilateralmente. Incidir en la vertiente general, global y desatender la especificidad, la irreductibilidad de lo local puede conducirnos a una acción política que olvida la espacialidad y la temporalidad y que se condene al fracaso por este desprecio de lo contingente, como los experimentos socialistas del siglo XX. Ahora bien, la acción puramente local, sin un propósito universal, acaba degenerando en nacionalismos, etnicismos o, simplemente, en políticas reformistas que desembocan en colaboracionismos sistémicos, como ilustran perfectamente las conductas de los partidos de izquierda en los años previos a la I Guerra Mundial o, tras la caída del Muro, los Balcanes.

Quizás la mejor vía transitable sea la que nos enseña la Institución más longeva de la historia humana (entendiendo por historia la escrita, lógicamente): la Iglesia católica. Una buena mezcla entre normas máximamente universales y por ello en realidad formales, y una constante adecuación a las concreciones del momento y del lugar a la hora de llenar de contenido los principios universales puede ser una fórmula óptima. Principios formales, como por ejemplo los formulados en la ética kantiana, a los cuales añadamos otros extraídos del cristianismo (el "no matarás") o del marxismo ("de cada cual según su trabajo, a cada cual según sus necesidades") que se mantengan en un ámbito máximamente universal pero que ordenen una actuación forzosamente local en la que estos principios se concreten y se llenen de contenido en función de las circunstancias históricas. Eso sí: inflexibilidad en los principios; flexibilidad en la acción que quede fuera de ellos.

Pensar en lo local, actuar según lo universal.