21 de octubre de 2014

Luz de octubre



La luz de octubre suele ser modesta. Cansada de su imperio veraniego, se comporta como un monarca decrépito que sólo pensara en su abdicación: cumple su labor con  discreción. Así, apenas baña en un ámbar de gruta un pequeño rincón de la terraza. Los ficus y una de las glicinas son las únicas que se benefician de su principal trabajo a estas alturas del año: resaltar los perfiles. Si en el verano subsume las cosas bajo su dictado en una amalgama efervescente, en otoño, conforme el plexo rediante del mundo se va agotando, opta por distenderse como si aceptara que su voluntad no puede imponerse indefinidamente a sus siervos.

En este fin de semana barcelonés, tras muchos días dirigiendo la mirada hacia secesiones, pandemias y guerras, esa luz humilde se ha conjugado con un calor se septiembre y recreado uno de esos fenómenos que tanto nos entusiasman: unos días de otro lugar y otro tiempo aunque no haya logrado uno situarlo con suficiente precisión y haya quedado en el limbo.

Tras tantas jornadas dedicadas a preocupaciones de objeto más o menos planetario, este par de días el jardín, como tropo de lo doméstico, ha sido nuestro objeto más preciado de una conversación más parca de lo habitual: las carnosas hojas de la hortensia, las brillantes de las buganvillas aun festoneadas de flores, el aroma del jazmín y la madreselva o la parra con su cromatismo de bosque otoñal canadiense, han reemplazado los sesudos intentos de comprender en toda su complejidad las crisis planetarias y las amenazas que se ciernen sobre el privilegiado Occidente pero que son pan nuestro de cada día para la absoluta mayoría de los seres humanos que nos mantienen a su costa.

Notas de culpabilidad en quien tiene suficiente "excedente de conciencia", como decía Rudolf Bahro, o "tiempo libre" como para sentir el sosiego de la minucia doméstica ante la angustia planetaria. Como el viejo Lenin decía a propósito de la depresión o la tristeza, la mayoría no se lo pueden permitir: primero hay que sobrevivir.