25 de marzo de 2016

Cruyff


En muchos aspectos Johan Cruyff ha estado más presente en la vida psíquica de uno que muchos escritores, filósofos o artistas a los que admiro. Mis primeros recuerdos sobre su irrupción en mi escenario perceptivo datan del momento en que fue fichado por el F.C. Barcelona allá por el verano de 1973. Fue una conmoción. Veraneaba en Sant Andreu de Llavaneres en una casita de las que se asignaban al servicio de la familia Delas-Sagarra, en la finca La Maranyosa, y por las tardes solía jugar con las hijas de unos vecinos con los que mis padres mantenían una cierta relación en la cual el fútbol jugaba un papel nuclear, especialmente en la interacción entre los respectivos cabezas de familia: los torneos de verano en las bochornosas noches de agosto, los comentarios sobre los partidos, los periódicos deportivos, los programas de radio dedicados al deporte-rey... El padre, Josep, era uno de esos pocos catalanes que, en nuestro entorno de emigrantes, hablaban catalán como primera y casi única lengua, incluso a veces con nosotros delante lo cual era algo insólito, y "era del Barça" como lo "eran" la mayoría - en aquella época y ahora - en que la gente "es" de algún equipo de fútbol: "siéndolo", es decir, viviendo como un "hincha", un fan, un hooligan en potencia al menos en el ámbito público pero en efectivo acto en el recinto privado. El hecho de que Cruyff prefiriera fichar por los azulgranas antes que por el Real Madrid fue un motivo de orgullo y exhibición para los forofos barcelonistas como Josep que no se privó de jactarse de ello ante mi padre, un criptomadridista que no podía soportar intelectualmente su emotiva predilección por el club blanco, identificado con el régimen franquista, pero para quien el holandés era "una maricona" por su estilo ajeno a la estética - y a la ética - del "A por ellos" viril y hercúleo de los vikingos y su quintaesencia, los leones bilbaínos y que, además, se había "vendido" al archienemigo. Supongo que por eso aplaudió, en su momento, el bofetón que Villar le propinó.

En la Ciudad Condal, "El Mundo Deportivo", diario de lectura obligatoria en las clases más desfavorecidas, engordó tanto su aura durante los primeros meses de su trayectoria que pareció que el Mundial de 1974 lo disputaría el Barcelona, tal era la identificación entre el club y la selección capitaneada por Cruyff y más después del épico y reparador 0-5 en el Santiago Bernabeu que casi olió a revancha por la Guerra perdida. Siguiendo la estela de mi padre, en esos tiempos ya le detestaba y, en cambio, adoraba la Mannschaft de Maier, Breitner, Holzenbein y Bonhof, de ahí que la final del Campeonato de Munich fuera un auténtico acontecimiento en mi vida infantil: rogando con insistencia logré verla en un renqueante televisor que mis tíos tenían en un cortijo granadino y aunque casi todas las imágenes que conservo son de los reportajes que se han ido emitiendo posteriormente todavía persisten, genuinamente, la carrera de Hölzenbein y la falta que recibió, que precedieron al gol de Müller, y la sensación de júbilo (saltos incluidos) que me poseyó después de que éste marcara ante la inminente victoria alemana.

Luego vino su decadencia y de nuevo el apogeo de un Madrid del que uno fue seguidor hasta que  Magic Johnson y la NBA y Joe Montana y la NFL reemplazaron a un fútbol que quedó circunscrito a Europeos y Mundiales. Mas Cruyff reaparecería en los noventa trayendo consigo una concepción del juego que no sólo cambiaría la historia de este deporte en España sino que me hizo, por vez primera, disfrutar de este espectáculo. Seguramente el caldo de cultivo ya estaba preparado por el Milan de Arrigo Sacchi pero el Barcelona de Laudrup, Bakero o Romario fue más seductor: casi embriagador. Entre 1992 y 1993 vi prácticamente todos los partidos del Barça que se retransmitieron. Hay que decir que también fue la época dorada del periodismo deportivo, de la renovación de sus códigos, sus referencias y su prosa lo cual también ayudó: el fútbol se puso de moda entre la clase media ilustrada que hasta entonces lo había desdeñado públicamente aunque se regocijara con él intra portas, y pasó a estar bien visto entre bastantes aspirantes a escritores e intelectuales orgánicos y, en general, en los ambientes pseudoilustrados. Pero por mucho que se escribiera y comentara, sólo vi jugar otros equipos, por ejemplo el Real Madrid, cuando se enfrentaron con el Barça. La fascinación no la provocaron, pues, las crónicas de Besa o Relaño, ni las ocurrencias de Vázquez Montalbán o Marías, ni el "tiqui-taca" del añorado Montes, sino el juego desplegado por el equipo dirigido por Cruyff. De hecho, si en esos años me hubieran preguntado "de qué equipo era", hubiera respondido sin dudar "del Barcelona". Gracias a Dios, eso se acabó pero así sucedió.

Después Cruyff se fue y uno volvió a alejarse del fútbol aunque siguió episódicamente el Barça de Rijkaard y sobre todo el de Guardiola hasta que la magnificación de la figura de Messi, y por supuesto el contexto político, no hay que olvidar que - es cierto - "el Barça és més que un club", me condujeron de nuevo hacia el American Football.

Pero es justo señalar que el impacto de Cruyff en la vida de uno va mucho más allá de este conjunto de instantáneas. Su labor como técnico del primer equipo culé cambió no sólo una dinámica interna al mundo del deporte sino que influyó decisivamente en la actual coyuntura política catalana: tengo la convicción de que el auge del secesionismo es, de alguna manera, indisociable de la hegemonía futbolística del F.C. Barcelona. Creo que la coincidencia en el espacio y en el tiempo no es mera casualidad, aunque tampoco pueda, ni deba, establecerse una causalidad simple y trivial, y no sólo porque la absoluta mayoría de los miembros de las élites políticas catalanas sean fervorosos seguidores del equipo, ni tampoco porque las peripecias de éste ocupen - comparativamente - la mayor parte del tiempo dedicado a un tema específico en los noticiarios, así como amplios espacios en periódicos, revistas o programas radiofónicos, sino porque su metaforicidad, sinécdoque y tropo de Catalunya, se ha generalizado con tal intensidad en el horizonte de buena parte de la opinión pública que, como ocurre con todas aquellas figuras que se usan sistemáticamente - el concepto como "metáfora gastada" que ya describió Nietzsche -, ha acabado generando una auténtica conceptualidad que ha empapado la descripción de la realidad. Otro día habrá que volver sobre ello pero, insisto, a fuerza de servirse del Barça como símbolo de "Catalunya", una porción amplísima de la clase política catalana ha categorizado la compleja realidad política bajo el esquema "espectacular" (Debord) de este club de fútbol.

P.S: da qué pensar que uno dedique más palabras a Cruyff que las que dedicó a García Márquez con ocasión de su fallecimiento...

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